El buen Gastrónomo… O de cómo domeñar este Arte Diabólico
Sobre todo gracias a la tele, que nos ha dado tanto, la afición por la cocina y las cosas del comer se populariza a marchas forzadas y son ya miríadas las personas que entienden de la materia. Pasa entonces como con el fútbol, que todo el mundo cree saber y opina, se transmutan en entrenadores, dan consejos, hacen cambios, quitan allí y ponen allá y, por supuesto, critican encarnizadamente. Impera la libertad y la impunidad. La diversión está servida y el futuro asegurado. He ahí el secreto del éxito de ambos globalizados menesteres. Sin embargo, para que podamos calificar a alguien como de Buen Gastrónomo hacen falta unas aptitudes y unas actitudes personales que no todos poseen o alcanzan. En mi opinión, tres cosas hay en su vida que deben relucir más que el sol:
Ser erudito en el más puro sentido de la palabra. La acumulación de sabidurías y sapiencias es una premisa básica. Debe ser estudioso y sabedor de los conocimientos teóricos de la culinaria, de sus protagonistas principales: los cocineros, los restaurantes y los productos, los recetarios y sus múltiples combinaciones. Tanto científicos como técnicos, tanto históricos como contemporáneos. Si además se le añade la sal que da la puesta en práctica del trabajo, aficionado o profesional en cocina, miel sobre hojuelas.
Ser culto en el más amplio sentido de la palabra. La acumulación de experiencias y vivencias es fundamental. Debe ser lector, viajado y abierto probador de los entendimientos de la vida y sus múltiples disciplinas con especial acento en las coquinarias y vinícolas. Tanto de la cultura y la culinaria propias como de las ajenas, tanto de sus sabores como de sus saberes. Si además se le añaden las pimientas de la mundana puesta en escena, humana y humanista, del charlar y relatar y del hedonismo bien entendido, mejor que mejor.
Y ser sensible en el más auténtico sentido de la palabra. La capacidad de acumulación de sensaciones es primordial. Debe ser fino perceptor y receptor de impresiones a través de sus sentidos, capaz de sentir lo que siente. Tanto para olerlas, paladearlas, conocerlas y reconocerlas como para meditarlas y transformarlas en sentimientos y emociones. Si además se le añade el toque animado que da el amor por la gastronomía, para qué te voy a contar.
Pero, ciertamente, acumular estos exquisitos requisitos no es baba de pescado. El recorrido es largo y tortuoso, pues aunque se posean de por sí y se le ponga gran empeño y dedicación a la cosa, además de muchos dineros, no resulta fácil ni realizable en corto espacio de tiempo; que éste no es un país para jóvenes, pues, como otras muchas metas, se alcanza más por viejo que por diablo. “¡Arte diabólico es!”, digo torciendo el mostacho, “difícil para todo muchacho”.
Así que, el que tenga este amor y estos talentos, que los cuide, que los cuide y el aceite de oliva, además de la salud y el dinero, que no lo olvide, que no lo olvide. Y que dé gracias a dios y se lo pague dándole vida, alegría y alma a este retrato robot del buen gastrónomo, pues de nada servirá echarle guindas a este pavo si a pesar de sus potencialidades, el individuo en cuestión, finalmente termina siendo sólo un estirado, triste, requemado y seco sieso manío que no sabe vivir ni disfrutar la vida como los cánones de la gastronomía mandan.